Artículo de Máximo Torero, Economista jefe de la FAO.

La pandemia Covid-19 sigue dejando en evidencia nuestras vulnerabilidades. A la pérdida de millones de vidas tendremos que sumar una profunda crisis económica y social, haciendo registrar previsiblemente un incremento de la pobreza extrema en 115 millones de personas, o, lo que es peor, hambre crónica para 132 millones de personas a nivel mundial. Por ello, recubre especial importancia la lucha contra las pérdidas y los desperdicios de alimentos, así como apoyar a los pequeños productores para reducir los costes de producción y distribución, para que en suma, la comida, saludable, sea un bien asequible y disponible para todos.
El Objetivo 2 de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible tiene como objetivo vencer el hambre, lograr la seguridad alimentaria, mejorar la nutrición y promover la agricultura sostenible. Sin embargo, desde 2014 el número de personas afectadas por el hambre a nivel mundial no ha parado de aumentar, llegando a la escalofriante cifra de 2.000 millones de personas que no tuvieron acceso regular y suficiente a alimentos nutritivos en 2019.
En un mundo hambriento, las pérdidas y desperdicios de alimentos son una contradicción insoportable, aun así, se estima que alrededor del 14% de los alimentos en todo el mundo se pierde desde la producción antes de llegar al comercio minorista, por un total de aproximadamente 400.000 millones de dólares de pérdidas. Desde un punto de vista nutricional, un porcentaje similar de las calorías producidas globalmente se pierde, un dato inaceptable en un mundo donde 3.000 millones de personas no tienen acceso a dietas saludables.
Es inaceptable que se tiren alimentos con 2.000 millones de personas pasando hambre
Además, en emisiones de gas de efecto invernadero esto se traduce en una pérdida de 1,5 gigatonnes de CO2 equivalente, cuando para evitar un incremento de las temperaturas superior a 1,5 °C, como establecido por el IPCC, se calcula una cantidad permitida de emisiones adicionales, conocida como Carbon Budget, de 118 Gt CO2, o sea, en última instancia, el 1,3% de esta cantidad es derrochada solo en pérdidas de alimentos.
Consecuencia de ello, el mundo está prestando más atención al tema de la pérdida y el desperdicio de alimentos, pidiendo que se adopten medidas más decisivas para hacerle frente.
Resulta estridente, de hecho, aceptar que se tiren alimentos cuando, a la vez, millones padecen hambre en todas las regiones del mundo, incluidas bolsas de población nada desdeñables en los países más desarrollados. A este primer aspecto ético, se suma una creciente sensibilización medioambiental que denuncia que la pérdida de alimentos conlleva una presión innecesaria sobre el medio ambiente y sobre los recursos naturales que se han utilizado para producirlos.
La atención internacional sobre esta cuestión se ve firmemente reflejada en la Agenda 2030. En concreto, la meta 12.3 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) requiere, de aquí a 2030, disminuir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, así como reducir a la mitad el desperdicio de alimentos per cápita mundial en la venta al por menor y a nivel de los consumidores.
Para ello, en primer lugar, será necesario reforzar los estudios y la obtención de datos para conocer, con la mayor exactitud posible, qué cantidad de alimentos se pierden, así como dónde y por qué a lo largo de toda la cadena, hasta llegar al consumidor, y así poder identificar los puntos críticos y diseñar las intervenciones necesarias.
Las intervenciones públicas deberían centrarse en la provisión de bienes públicos o la reducción de las externalidades negativas
En segundo lugar, sabemos que los distintos actores, desde los agricultores y pescadores hasta los consumidores, tienen interés en reducir la pérdida o el desperdicio de alimentos, a fin de generar un ahorro importante para su negocio o su familia. Sin embargo, en lo referente a pérdidas de alimentos aún tenemos la necesidad de identificar cuáles son las prácticas más efectivas para su reducción. Por ejemplo, no existen para pequeños productores tecnologías de secado apropiadas, tampoco existen en los países más pobres cadenas de almacenamiento y refrigeración para los productos de alto valor. Esto es aún más importante dado que hoy sabemos que 3.000 millones de habitantes no pueden acceder a dietas saludables y cualquier reducción de las pérdidas de los productos de alto valor (frutas, vegetales, carnes, pescados) podría ayudar enormemente a reducir este número. Asimismo, en el caso de los países desarrollados como EEUU, se estima que el desperdicio de alimentos por los consumidores ascendió a 370 dólares per cápita en 2010, lo que equivale al 9% de los gastos alimentarios per cápita medios. Sin embargo, los incentivos privados pueden no ser suficientes para generar resultados significativos o pueden existir obstáculos que impidan que los agentes acometan inversiones, como serían limitaciones de crédito o una falta de información.
Más significativo es el interés público en reducir la pérdida y el desperdicio de alimentos, ya que permite alcanzar otros objetivos públicos como mejorar la situación de seguridad alimentaria de los grupos vulnerables o reducir la huella ecológica asociada a los alimentos.
Tercero, las intervenciones públicas deberían centrarse en la provisión de bienes públicos o la reducción de las externalidades negativas. Al mismo tiempo, debería reconocerse que las políticas más amplias dirigidas a promover el desarrollo rural general tal vez permitan que los productores en la cadena de suministro realicen inversiones que también reduzcan las pérdidas de alimentos.
Además, será necesario un análisis global para garantizar la coherencia de las políticas, tener especial cuidado con las posibles sinergias o compensaciones con otros objetivos, así como las consecuencias distributivas de las medidas, que pueden conllevar que algunos actores se vean beneficiados y otros puedan perder.
En última instancia, la mejora de los conocimientos estadísticos sobre estos temas es una esfera prioritaria para la FAO; asimismo, debería serlo también para la totalidad de la comunidad internacional y, sobre todo, para todos los países interesados en realizar un seguimiento de sus progresos hacia el logro de los ODS.
Fuente: El Economista